Al verlo entrar, cogió su abrigo y salió por la puerta trasera sin
levantar sospechas. Cuando el oficial preguntó, ella ya estaba a las
afueras de la ciudad esperándome en un coche.
Marielle era astuta y si había alguien que supiera pasar desapercibida en esta ciudad, era ella.
No nos amábamos, al menos ya no. Yo le mostré la libertad, pero ella no quiso ser mi esclava. Fin de la historia.
Por
esos días nuestra relación era meramente laboral, aunque si la
situación lo ameritaba y la música de Charlie Parker nos acompañaba,
ella buscaba en mí ese trozo de humanidad humeante y nos devorábamos
como dos tontos, nos perdíamos sin compasión en las brasas del otro, en
ese debate amargo donde comulgaban la soledad y el libido.
Pero no nos amábamos, al menos ya no.
Ese
otoño las cosas se habían complicado más de la cuenta, la policía nos
pisaba los talones y tuvimos que abandonar la ciudad y radicarnos en un
pueblo pequeño. El lugar escogido, Cabildo, Marielle lo marcó en el
mapa con su dedo y eso fue todo. Yo empaqué un par de maletas, las Colt
45, el whisky e iniciamos el viaje. Al cabo de tres días llegamos,
llovía como si el mundo fuera una pecera y nos vimos obligados a
quedarnos en una hostal para pasar la noche. Nos quedamos ahí unos días
hasta que la jefa nos dio un dato sobre una casa en Bellavista donde
arrendar. A Marielle le incomodó en seguida el aire del pueblo,
sobretodo la ausencia de un bar donde ella pudiera fumar y tocar el
piano, así que me convenció que debíamos salir de inmediato de aquí, no
sin antes dar algún golpe.
Le fue fácil a Marielle
conseguir los planos de la ciudad, un banco, 4 guardias, una caja
fuerte, varios millones, una estación de policías, 7 uniformados, 2
carros, 3 vías de escape en la ciudad. La primera, nos guiaba a un
pueblo más grande llamado Ligua, desde donde podrían obtener refuerzos,
un problema, la segunda nos llevaba a Petorca, otro pueblo pequeño, pero
las lluvias habían cortado el paso y así se mantendría por razón de
semanas y Marielle no resistiría tanto sin tocar el piano, la tercera,
hacia San Felipe, sin policías en el camino y con varios caminos
clandestinos por los que huir, en contra, nos podían acorralar
fácilmente desde el otro lado.
A Marielle le brillaban los
ojos cada vez que planeaba un robo, su alma renacía, recuperaba esa
alegría que había perdido cuando perdió la fe en la felicidad. Cuando
dejó de creer que la vida la podía sorprender, que “mañana todo será
distinto”. Ella encontró en esa fuga, en ese huir constante una
expiación a sus culpas y un motivo, una excusa para tener que amanecer
viva al día siguiente, un pretexto para no dejarse absorber por las
sombras de un pasado tenebroso que no me había confesado ni me
confesaría jamás, pero que yo conocía a través de su silencio y sus
piernas y que por alguna extraña razón, se hacía más fuerte en este
Cabildo de lluvia.
Salimos un lunes a hacer las tareas de
investigación, saber la hora de los patrullajes de la policía, los
posibles cambios de guardia en el banco y los empleados que conocían la
combinación de la caja fuerte. Tardamos 3 días en precisar todo, 3 días
en los que Marielle estaba aún más absorbida por estas calles y el
pueblo, se paraba en la ventana a mirar el vapor de las nubes en el
cerro invadiendo la población San José, nuestra ruta de escape tapada
por la lluvia y el cauce del río. Se quedaba ahí largo rato, absorta en
sus meditaciones, sin decir ninguna palabra, suspirando a ratos, pero
repitiendo distraída los detalles del plan, tiempos máximos a tardar, la
coartada a la policía, vías alternativas de escape, donde abandonar al
empleado, etc.
Cuando caía la noche y la lluvia se volvía
como un fantasma inclemente, Marielle parecía recuperar la humanidad que
a veces buscaba en mí, o bajo mi pantalón, dejaba de ser un maniquí
mirando el cerro por la ventana bañada por la tenue luz de la calle que
proyectaba su sombra sobre el piso como si la acariciara e intentara
consolarla mientras maldecía las calles con barro y se convertía en un
manojo de ternura explosivo. El frío la disponía a acostarse a mi lado y
a acribillarme a besos, y los planos y las Colt 45 y los sombreros,
pañuelos y bufandas quedaban tirados en el piso, esparcidos al azar
cuando sus piernas comenzaban a jugar con las mías para dar paso al
juego de nuestras bocas y sexos. Todo era extraño en esa casa, Marielle,
a quien conocía hace años, en tan solo 5 días se había transformado,
vencida por la agónica parsimonia de este pueblo.
El día indicado llegó, viernes. No nos amábamos, al menos ya no.
Robé
un coche y lo conduje hasta Peñablanca a toda velocidad, justo en el
punto en que estaba señalado, salté del auto en movimiento y rodé por el
asfalto. Acto seguido, oigo el estruendo de esa masa de metal
estrellándose contra el paredón de adobe. El estallido aliñado con
algunos explosivos. Que la casa hubiera empezado a arder, no estaba en
los planes, pero fue una buena señal. Tomé mi auto, que horas antes
había dejado cerca y volví a Cabildo, mientras en el trayecto vi pasar
una patrulla policial con 3 uniformados dentro. La columna de humo se
divisaba desde casi todo Cabildo y el incidente ya comenzaba a movilizar
ambulancias y bomberos.
Marielle mientras tanto había
ocupado su mañana en impedir que uno de los guardias llegara a su
trabajo y como ya sabíamos, el banco no contaba con personal de
respaldo. Ambos cumplimos nuestra misión. Ella entró primero y se acercó
al empleado que manejaba la caja fuerte, dejó caer su sombrero, esa era
la señal para actuar, lo encañonó y lo llevó sin que nadie lo notara
hacia donde estaba la caja. Reduje a un guardia y herí al otro en un
pie. La gente no entendía nada, nadie quiso jugar al héroe, bien por
nosotros. Tardamos 4 minutos en llenar nuestras bolsas, 30 segundos en
volver por la cartera que Marielle olvidó y 30 segundos más perdidos
lidiando con un ebrio a la salida del banco que por poco no se gana un
tiro.
El primer carro policial estaría distraído con el
accidente un rato, lo que nos daba 8 minutos de ventaja sobre ellos, el
segundo coche, con dos hombres, tardaría unos 5 minutos en llegar al
banco, 2 policías quedarían como de costumbre en la estación. Conduje a
toda velocidad por las calles de tierra, 10 segundos antes que bajara la
barrera del tren, nosotros pasamos, 30 segundos después de lo planeado,
si teníamos suerte, el tren retrasaría a la policía.
Lo
hicimos, le dije a Marielle y la besé… con este dinero, puedo comprarme
un piano, tocar y fumar solo para ti, me dijo. Y su rostro se iluminó
de… sí, creo que de esperanza. Nos detuvimos cerca de algún lugar
llamado San Lorenzo, según me informó Marielle quién bajó del coche y
abrió la puerta trasera, no era el funcionario del banco a quien había
retenido allí, sino a un viejo canoso con uniforme policial. Le sacó la
venda de los ojos y le permitió hablar, me alegra verte después de 15
años Marielle, hija mía… Esas fueron las últimas palabras del anciano
antes que Marielle le volara la cabeza de un tiro. El guardia del banco a
quien Marielle debía impedir llegar a su trabajo, también estaba ahí, -
toma el auto y maneja hasta Los Andes, abandona el auto en un sitio
baldío, después llama a tu casa, di que cumpliste la misión y regresa en
3 días, si en 2 horas no llamas, un amigo matará a tu esposa y a tu
hija, si hablas con la policía, lo sabremos, ya tienes una hora y
cincuenta y nueve minutos para llamar -. El hombro tomó el auto y
desapareció en la carretera. 5 minutos después, pasó el primer carro
tras el auto, 3 minutos después, el segundo, todo según lo planeado.
Regresamos
a Cabildo esa misma tarde, por la radio supimos que el hombre del auto
había sido abatido por la policía. Durante toda esa tarde Marielle no
dijo ninguna palabra, solo miraba el cerro y las nubes que cubrían
población San José. Sin aviso me tomó la mano y me llevó a caminar,
paramos fuera de una tienda de música, compró un piano y ordenó que lo
llevaran hasta el único bar donde ella distinguió una puerta lo
suficientemente grande para que entrara. Habló con el dueño, un par de
pesos y asunto arreglado.
Maté a mi padre, al jefe de la
policía… vivíamos en San José, -me dijo- y se echó a llorar, así estuvo
un rato, de la nada me soltó y comenzó a tocar canciones de John Lewis y
Billy Taylor, ante la mirada perpleja de los parroquianos que a esa
hora remojaban la existencia con vino. De pronto Marielle terminó de
tocar y dejó caer su sombrero, esa era la señal.
Al verlo entrar,
cogió su abrigo y salió por la puerta trasera sin levantar sospechas.
Cuando el oficial preguntó, ella ya estaba a las afueras de la ciudad
esperándome en un coche. Ese día juramos nunca más volver a Cabildo…
El
piano que hoy se encuentra en el Teatro Municipal de Cabildo, es el que
compró Marielle esa vez… y lo quiere recuperar, no sin antes dar algún
golpe.