jueves, 9 de noviembre de 2017

Marielle

Al verlo entrar, cogió su abrigo y salió por la puerta trasera sin levantar sospechas. Cuando el oficial preguntó, ella ya estaba a las afueras de la ciudad esperándome en un coche.

Marielle era astuta y si había alguien que supiera pasar desapercibida en esta ciudad, era ella.

No nos amábamos, al menos ya no. Yo le mostré la libertad, pero ella no quiso ser mi esclava. Fin de la historia.

Por esos días nuestra relación era meramente laboral, aunque si la situación lo ameritaba y la música de Charlie Parker nos acompañaba, ella buscaba en mí ese trozo de humanidad humeante y nos devorábamos como dos tontos, nos perdíamos sin compasión en las brasas del otro, en ese debate amargo donde comulgaban la soledad y el libido.

Pero no nos amábamos, al menos ya no.

Ese otoño las cosas se habían complicado más de la cuenta, la policía nos pisaba los talones y tuvimos que abandonar la ciudad y radicarnos en un pueblo pequeño. El lugar escogido, Cabildo, Marielle lo marcó en el mapa con su dedo y eso fue todo. Yo empaqué un par de maletas, las Colt 45, el whisky e iniciamos el viaje. Al cabo de tres días llegamos, llovía como si el mundo fuera una pecera y nos vimos obligados a quedarnos en una hostal para pasar la noche. Nos quedamos ahí unos días hasta que la jefa nos dio un dato sobre una casa en Bellavista donde arrendar. A Marielle le incomodó en seguida el aire del pueblo, sobretodo la ausencia de un bar donde ella pudiera fumar y tocar el piano, así que me convenció que debíamos salir de inmediato de aquí, no sin antes dar algún golpe.

Le fue fácil a Marielle conseguir los planos de la ciudad, un banco, 4 guardias, una caja fuerte, varios millones, una estación de policías, 7 uniformados, 2 carros, 3 vías de escape en la ciudad. La primera, nos guiaba a un pueblo más grande llamado Ligua, desde donde podrían obtener refuerzos, un problema, la segunda nos llevaba a Petorca, otro pueblo pequeño, pero las lluvias habían cortado el paso y así se mantendría por razón de semanas y Marielle no resistiría tanto sin tocar el piano, la tercera, hacia San Felipe, sin policías en el camino y con varios caminos clandestinos por los que huir, en contra, nos podían acorralar fácilmente desde el otro lado.

A Marielle le brillaban los ojos cada vez que planeaba un robo, su alma renacía, recuperaba esa alegría que había perdido cuando perdió la fe en la felicidad. Cuando dejó de creer que la vida la podía sorprender, que “mañana todo será distinto”. Ella encontró en esa fuga, en ese huir constante una expiación a sus culpas y un motivo, una excusa para tener que amanecer viva al día siguiente, un pretexto para no dejarse absorber por las sombras de un pasado tenebroso que no me había confesado ni me confesaría jamás, pero que yo conocía a través de su silencio y sus piernas y que por alguna extraña razón, se hacía más fuerte en este Cabildo de lluvia.

Salimos un lunes a hacer las tareas de investigación, saber la hora de los patrullajes de la policía, los posibles cambios de guardia en el banco y los empleados que conocían la combinación de la caja fuerte. Tardamos 3 días en precisar todo, 3 días en los que Marielle estaba aún más absorbida por estas calles y el pueblo, se paraba en la ventana a mirar el vapor de las nubes en el cerro invadiendo la población San José, nuestra ruta de escape tapada por la lluvia y el cauce del río. Se quedaba ahí largo rato, absorta en sus meditaciones, sin decir ninguna palabra, suspirando a ratos, pero repitiendo distraída los detalles del plan, tiempos máximos a tardar, la coartada a la policía, vías alternativas de escape, donde abandonar al empleado, etc.

Cuando caía la noche y la lluvia se volvía como un fantasma inclemente, Marielle parecía recuperar la humanidad que a veces buscaba en mí, o bajo mi pantalón, dejaba de ser un maniquí mirando el cerro por la ventana bañada por la tenue luz de la calle que proyectaba su sombra sobre el piso como si la acariciara e intentara consolarla mientras maldecía las calles con barro y se convertía en un manojo de ternura explosivo. El frío la disponía a acostarse a mi lado y a acribillarme a besos, y los planos y las Colt 45 y los sombreros, pañuelos y bufandas quedaban tirados en el piso, esparcidos al azar cuando sus piernas comenzaban a jugar con las mías para dar paso al juego de nuestras bocas y sexos. Todo era extraño en esa casa, Marielle, a quien conocía hace años, en tan solo 5 días se había transformado, vencida por la agónica parsimonia de este pueblo.

El día indicado llegó, viernes. No nos amábamos, al menos ya no.

Robé un coche y lo conduje hasta Peñablanca a toda velocidad, justo en el punto en que estaba señalado, salté del auto en movimiento y rodé por el asfalto. Acto seguido, oigo el estruendo de esa masa de metal estrellándose contra el paredón de adobe. El estallido aliñado con algunos explosivos. Que la casa hubiera empezado a arder, no estaba en los planes, pero fue una buena señal. Tomé mi auto, que horas antes había dejado cerca y volví a Cabildo, mientras en el trayecto vi pasar una patrulla policial con 3 uniformados dentro. La columna de humo se divisaba desde casi todo Cabildo y el incidente ya comenzaba a movilizar ambulancias y bomberos.

Marielle mientras tanto había ocupado su mañana en impedir que uno de los guardias llegara a su trabajo y como ya sabíamos, el banco no contaba con personal de respaldo. Ambos cumplimos nuestra misión. Ella entró primero y se acercó al empleado que manejaba la caja fuerte, dejó caer su sombrero, esa era la señal para actuar, lo encañonó y lo llevó sin que nadie lo notara hacia donde estaba la caja. Reduje a un guardia y herí al otro en un pie. La gente no entendía nada, nadie quiso jugar al héroe, bien por nosotros. Tardamos 4 minutos en llenar nuestras bolsas, 30 segundos en volver por la cartera que Marielle olvidó y 30 segundos más perdidos lidiando con un ebrio a la salida del banco que por poco no se gana un tiro.

El primer carro policial estaría distraído con el accidente un rato, lo que nos daba 8 minutos de ventaja sobre ellos, el segundo coche, con dos hombres, tardaría unos 5 minutos en llegar al banco, 2 policías quedarían como de costumbre en la estación. Conduje a toda velocidad por las calles de tierra, 10 segundos antes que bajara la barrera del tren, nosotros pasamos, 30 segundos después de lo planeado, si teníamos suerte, el tren retrasaría a la policía.

Lo hicimos, le dije a Marielle y la besé… con este dinero, puedo comprarme un piano, tocar y fumar solo para ti, me dijo. Y su rostro se iluminó de… sí, creo que de esperanza. Nos detuvimos cerca de algún lugar llamado San Lorenzo, según me informó Marielle quién bajó del coche y abrió la puerta trasera, no era el funcionario del banco a quien había retenido allí, sino a un viejo canoso con uniforme policial. Le sacó la venda de los ojos y le permitió hablar, me alegra verte después de 15 años Marielle, hija mía… Esas fueron las últimas palabras del anciano antes que Marielle le volara la cabeza de un tiro. El guardia del banco a quien Marielle debía impedir llegar a su trabajo, también estaba ahí, - toma el auto y maneja hasta Los Andes, abandona el auto en un sitio baldío, después llama a tu casa, di que cumpliste la misión y regresa en 3 días, si en 2 horas no llamas, un amigo matará a tu esposa y a tu hija, si hablas con la policía, lo sabremos, ya tienes una hora y cincuenta y nueve minutos para llamar -. El hombro tomó el auto y desapareció en la carretera. 5 minutos después, pasó el primer carro tras el auto, 3 minutos después, el segundo, todo según lo planeado.

Regresamos a Cabildo esa misma tarde, por la radio supimos que el hombre del auto había sido abatido por la policía. Durante toda esa tarde Marielle no dijo ninguna palabra, solo miraba el cerro y las nubes que cubrían población San José. Sin aviso me tomó la mano y me llevó a caminar, paramos fuera de una tienda de música, compró un piano y ordenó que lo llevaran hasta el único bar donde ella distinguió una puerta lo suficientemente grande para que entrara. Habló con el dueño, un par de pesos y asunto arreglado.

Maté a mi padre, al jefe de la policía… vivíamos en San José, -me dijo- y se echó a llorar, así estuvo un rato, de la nada me soltó y comenzó a tocar canciones de John Lewis y Billy Taylor, ante la mirada perpleja de los parroquianos que a esa hora remojaban la existencia con vino. De pronto Marielle terminó de tocar y dejó caer su sombrero, esa era la señal.

Al verlo entrar, cogió su abrigo y salió por la puerta trasera sin levantar sospechas. Cuando el oficial preguntó, ella ya estaba a las afueras de la ciudad esperándome en un coche. Ese día juramos nunca más volver a Cabildo…

El piano que hoy se encuentra en el Teatro Municipal de Cabildo, es el que compró Marielle esa vez… y lo quiere recuperar, no sin antes dar algún golpe.