jueves, 20 de abril de 2017

MADE

Por la mañana - resignado - desperté con frío, mucho frío, (quizás secuela de la noche anterior) y porque el sol brillaba allá afuera y en casa la soledad y la lujuria lo desordenaban todo, me armé de ánimo y salí a leer el diario del sábado al parque del pueblo. Allá, queriendo dejar atrás la multitud, busqué un rinconcito donde recibir el sol y el silencio para acompañar las malas noticias de economía y el relato detallado de como el dirigente había traicionado al sindicato, pero para mi desgracia, terminé sentado frente a los juegos infantiles. A medida que el sol me abrazaba fui perdiendo interés en la lectura y mi atención se volcó de lleno en los niños que habían invadido el lugar. Era extraño ver a esos pequeños moverse de aquí para allá como duendes entre esos aparatos que más que juegos, parecían máquinas de tortura que ellos, en su infinita excentricidad, transformaban en piezas de una didáctica intensa y perturbadora. Viéndolos, oyéndolos, soportándolos más bien, me sentí como forastero en una nación que desconocía en absoluto, como un invasor que marchaba invisible por las calles de un pueblo derrotado. Entonces, en mi desfile imaginario, entre los metales y el escándalo, te vi Made, después de tantos años, sí, después de tanto tiempo te vi de reojo apareciendo por sobre las noticias de Rusia versus la OTAN, un poco a la izquierda, cerca del columpio amarillo y la crisis migratoria europea. ¿Cómo pueden dos viejos amigos perderse uno del otro en un pueblo tan pequeño? Explícamelo Made. Fue justo aquí, cerca de esta escuela donde empezamos a conocernos, obsesionados leyendo versos de Verlaine, haciendo de cada trámite de mi vida un panfleto y tú, siempre tan enamorada y sonriente, lo aterrizabas todo y me hacías poner los pies en la tierra cuando yo, más que vivir, más que afrontar el bullicio de mi vida, era una porción muda de esos techos de zinc de los que versaba el poeta. Todavía conservábamos la inocencia ingenua de los niños de pueblo, como si eso nos sirviera para algo más que aferrarse a una torpe nube moralina. Como si eso nos hubiera prevenido del llamado del amor, de la soledad, o te hubiera enseñado a afrontar el coqueteo de los niños o hubiera aterrizado mi cabeza los días en que el miedo nos tomaba la mano y nos dejaba perdidos por semanas sin respuestas, hasta que alguna pregunta la reemplazaba y volvía a iniciarse el ciclo. Recuerdo en especial, esa vez que el chico que querías te invitó a comer, y tú, a pesar de tus enormes ganas por ir con él, no pudiste confesarle que eras alérgica a esa comida en días en que, un acto de esa honestidad, involucraba no solo hablar con él, sino también explicarle a la cocinera del local porque querías un ‘especial’ y recibir de vuelta esa cara de desconfianza y condena que suelen tener las personas de acá cuando oyen algo que rompe el esquema, sobre todo con la comida, plato gourmet incipiente por ese entonces en la rutina del pueblo. Así que lo rechazaste, a él y al resto que vino después, forjándote una reputación de mujer dura que alejó a los quinceañeros y atrajo como carnada al segmento de los veinteañeros. Pero antes de eso, antes que te casaras cerca de los 25 y quedaras viuda, mucho antes de ti jugando con tu hija en este parque, antes incluso de mi partida al norte en búsqueda de trabajo, sufríamos los septiembres teniendo que escuchar la misma canción todo el día, la consentida del abuelo. Solo las estrellas y las paredes de los baños que rayamos saben cuánto odiábamos esa canción, su atroz melodía de ociosidad impuesta y vacía de semana escolar. Las parejas bailando, girando y saltando aturdidos por el patriotismo del festival. Y sonaba y sonaba esa canción, ensayada todo el día, sonando en los altoparlantes, las clases interrumpidas y nuestros profesores que trataban hacer de esa puesta en escena un sinónimo de dignidad y honor para que el día señalado llegaran los padres –padres que nunca fueron los nuestros- a tomarse fotos con los niños, disfrazados y bañados con tradición, tratando de reconstruir los rastrojos de sus vidas con esos gestos de fingida agudeza republicana. Ya habíamos predicho como sería: padres y profesores desfilarían orgullosos por los parques, con sus uniformes y trajes típicos, yo me quedaría en casa y a ti te buscarían entre la multitud, los ojos que albergaban la lejana esperanza de salir contigo. Nosotros, nos la pasábamos todos esos días de ensayo sentados en el segundo piso, con los pies colgando por entre los barrotes, compartiendo unos audífonos roñosos, escuchando The Doors. Y el 11, y nuestros padres, y el miedo a vivir, y el peso de esas dos semanas en el que el único orden de nuestras vidas, el horario de la escuela, caducaba ante la canción y las salas predicando una bandera. Y era el Bello pueblo, era el caos en que nos revolcábamos, nuestra victoria ante la lucha contra el orden que temíamos y nos moldeaba el espíritu. Eran los días de lustrar zapatos todas las noches, la camisa percudida planchada y la mirada de odio de la profesora de música que dirigía todo el show. Era el olor a humo en cada esquina del pueblo y los bailarines girando sobre la pista y los remolinos de color girando con cada soplo formando una gran maquinaria festiva que centrifuga, nos dejaba mareados, tirados en una orilla de ese camino donde desfilaba el país y nosotros, no estábamos invitados a tan solemne invento. Made, ¿qué se sentirá ya no tener que cargar con ese diminutivo y ser toda una mujer? ¿Mirarás hacia atrás burlándote del drama que significaba ser alérgica al pescado y como esa odiosa molestia marcó la ruta que te trajo hasta aquí? Me gustaría que miraras y no me reconocieras, porque sería encontrarme conmigo en tus ojos, que recordaras cosas de mi como cuando hacía de toda mi vida un panfleto y como eso, me provoca frío en las noches y melancolía en las mañanas, como esos días, cuando éramos dos brotes tiernos antes de ponernos tan añejos. Quisiera que no me reconocieras para que no hicieras el mismo ejercicio conmigo en tu cabeza que hago yo ahora y te inventaras todos esos juegos que jugué en mi vida para tratar de ser feliz. Enormes mentiras que nos creímos Made, pienso mientras termino el diario y se cierran sobre el recuerdo, los cercos de madera.