Por la mañana - resignado - desperté con frío, mucho
frío, (quizás secuela de la noche anterior) y porque el sol brillaba allá
afuera y en casa la soledad y la lujuria lo desordenaban todo, me armé de ánimo
y salí a leer el diario del sábado al parque del pueblo. Allá, queriendo dejar
atrás la multitud, busqué un rinconcito donde recibir el sol y el silencio para
acompañar las malas noticias de economía y el relato detallado de como el
dirigente había traicionado al sindicato, pero para mi desgracia, terminé
sentado frente a los juegos infantiles. A medida que el sol me abrazaba fui
perdiendo interés en la lectura y mi atención se volcó de lleno en los niños
que habían invadido el lugar. Era extraño ver a esos pequeños moverse de aquí
para allá como duendes entre esos aparatos que más que juegos, parecían
máquinas de tortura que ellos, en su infinita excentricidad, transformaban en
piezas de una didáctica intensa y perturbadora. Viéndolos, oyéndolos,
soportándolos más bien, me sentí como forastero en una nación que desconocía en
absoluto, como un invasor que marchaba invisible por las calles de un pueblo
derrotado. Entonces, en mi desfile imaginario, entre los metales y el
escándalo, te vi Made, después de tantos años, sí, después de tanto tiempo te
vi de reojo apareciendo por sobre las noticias de Rusia versus la OTAN, un poco
a la izquierda, cerca del columpio amarillo y la crisis migratoria europea.
¿Cómo pueden dos viejos amigos perderse uno del otro en un pueblo tan pequeño?
Explícamelo Made. Fue justo aquí, cerca de esta escuela donde empezamos a
conocernos, obsesionados leyendo versos de Verlaine, haciendo de cada trámite
de mi vida un panfleto y tú, siempre tan enamorada y sonriente, lo aterrizabas
todo y me hacías poner los pies en la tierra cuando yo, más que vivir, más que
afrontar el bullicio de mi vida, era una porción muda de esos techos de zinc de
los que versaba el poeta. Todavía conservábamos la inocencia ingenua de los
niños de pueblo, como si eso nos sirviera para algo más que aferrarse a una torpe
nube moralina. Como si eso nos hubiera prevenido del llamado del amor, de la
soledad, o te hubiera enseñado a afrontar el coqueteo de los niños o hubiera
aterrizado mi cabeza los días en que el miedo nos tomaba la mano y nos dejaba
perdidos por semanas sin respuestas, hasta que alguna pregunta la reemplazaba y
volvía a iniciarse el ciclo. Recuerdo en especial, esa vez que el chico que
querías te invitó a comer, y tú, a pesar de tus enormes ganas por ir con él, no
pudiste confesarle que eras alérgica a esa comida en días en que, un acto de
esa honestidad, involucraba no solo hablar con él, sino también explicarle a la
cocinera del local porque querías un ‘especial’ y recibir de vuelta esa cara de
desconfianza y condena que suelen tener las personas de acá cuando oyen algo
que rompe el esquema, sobre todo con la comida, plato gourmet incipiente por
ese entonces en la rutina del pueblo. Así que lo rechazaste, a él y al resto
que vino después, forjándote una reputación de mujer dura que alejó a los
quinceañeros y atrajo como carnada al segmento de los veinteañeros. Pero antes
de eso, antes que te casaras cerca de los 25 y quedaras viuda, mucho antes de
ti jugando con tu hija en este parque, antes incluso de mi partida al norte en
búsqueda de trabajo, sufríamos los septiembres teniendo que escuchar la misma
canción todo el día, la consentida del abuelo. Solo las estrellas y las paredes
de los baños que rayamos saben cuánto odiábamos esa canción, su atroz melodía
de ociosidad impuesta y vacía de semana escolar. Las parejas bailando, girando
y saltando aturdidos por el patriotismo del festival. Y sonaba y sonaba esa
canción, ensayada todo el día, sonando en los altoparlantes, las clases
interrumpidas y nuestros profesores que trataban hacer de esa puesta en escena
un sinónimo de dignidad y honor para que el día señalado llegaran los padres
–padres que nunca fueron los nuestros- a tomarse fotos con los niños,
disfrazados y bañados con tradición, tratando de reconstruir los rastrojos de
sus vidas con esos gestos de fingida agudeza republicana. Ya habíamos predicho
como sería: padres y profesores desfilarían orgullosos por los parques, con sus
uniformes y trajes típicos, yo me quedaría en casa y a ti te buscarían entre la
multitud, los ojos que albergaban la lejana esperanza de salir contigo.
Nosotros, nos la pasábamos todos esos días de ensayo sentados en el segundo
piso, con los pies colgando por entre los barrotes, compartiendo unos audífonos
roñosos, escuchando The Doors. Y el 11, y nuestros padres, y el miedo a vivir,
y el peso de esas dos semanas en el que el único orden de nuestras vidas, el
horario de la escuela, caducaba ante la canción y las salas predicando una
bandera. Y era el Bello pueblo, era el caos en que nos revolcábamos, nuestra
victoria ante la lucha contra el orden que temíamos y nos moldeaba el espíritu.
Eran los días de lustrar zapatos todas las noches, la camisa percudida
planchada y la mirada de odio de la profesora de música que dirigía todo el
show. Era el olor a humo en cada esquina del pueblo y los bailarines girando
sobre la pista y los remolinos de color girando con cada soplo formando una
gran maquinaria festiva que centrifuga, nos dejaba mareados, tirados en una
orilla de ese camino donde desfilaba el país y nosotros, no estábamos invitados
a tan solemne invento. Made, ¿qué se sentirá ya no tener que cargar con ese
diminutivo y ser toda una mujer? ¿Mirarás hacia atrás burlándote del drama que
significaba ser alérgica al pescado y como esa odiosa molestia marcó la ruta
que te trajo hasta aquí? Me gustaría que miraras y no me reconocieras, porque
sería encontrarme conmigo en tus ojos, que recordaras cosas de mi como cuando
hacía de toda mi vida un panfleto y como eso, me provoca frío en las noches y
melancolía en las mañanas, como esos días, cuando éramos dos brotes tiernos
antes de ponernos tan añejos. Quisiera que no me reconocieras para que no
hicieras el mismo ejercicio conmigo en tu cabeza que hago yo ahora y te
inventaras todos esos juegos que jugué en mi vida para tratar de ser feliz. Enormes
mentiras que nos creímos Made, pienso mientras termino el diario y se cierran
sobre el recuerdo, los cercos de madera.