jueves, 9 de marzo de 2017

Dialéctica de la angustia


Es raro y hasta impertinente la idea de pensar la soledad por un lado personal, cayendo en el solipsismo. ¿Qué sería de la soledad si existiese sólo una persona en el mundo? ¿Esa sola persona, conviviendo consigo misma, sentiría el dolor de la soledad en tanto no haya nadie? Se pensaría que la soledad se la relaciona con el abandono, con la autoconsciencia de estar solo. La soledad es la consecuencia de la deserción y el abandono. Alguien que siempre estuvo solo, no puede sentir soledad, porque la soledad es la causa de estar aferrado a algo tangible y mutable que, por cuestiones personales o naturales, se marcha así de la nada; es por eso que la soledad es un vació interior, pero generado por una cosa independiente de las adquisiciones personales. El ser humano por naturaleza tiene miedo a estar solo, es por eso que se aferra a lo material, siendo éste fuente de identificación personal, es por eso que ya no se conoce por cómo es tal persona, sino por lo que tiene. Somos lo que tenemos, y somos lo que nos falta, somos la construcción de materialidad que gira en torno nuestro. De igual forma, creo yo, que aún el objeto que sigue vigente en la identificación del Yo es el libro, siendo este bello artefacto el constructor de personalidad, porque también somos lo que leemos.

Es hasta imprescindible pensar que nuestra identidad depende de otro, siendo el otro lo que nosotros somos, porque la subjetividad ha llevado a pensar a otro como lo que nosotros somos, no como el otro verdaderamente es. Ergo, otra persona, similar a nosotros, es otra y la misma, siendo ésta la materialidad de lo que nosotros creemos que es, pero también siendo ésta otra diferente de nosotros. “¡Qué malo eres Roberto!” dicen, y Roberto ahí se da cuenta que él es malo, porque por naturaleza propia es casi imposible conocerse, en tanto no haya alguna falaz intervención divina o alguna de esas cosas que los medievales creían certeras; o, en todo caso, poco erróneas.

También, sin dejar de lado la plenitud absoluta, creo que el ser humano, también por naturaleza, desea estar totalmente completo, pedacito por pedacito, pero eso es tonto y petulante, porque aquellos osados que se toman las molestias de entrometerse en los lugares metafísicos y éticos, no son más que constructores de supuestos especulativos que llevan al desorden establecido de lo real; y quizá la tarea de la filosofía sea esa, quizá la Filosofía sea la encargada de desordenar lo que hasta el momento se presentó como verdadera, para, así, dudar, dudar y dudar. Benet afirmaba que la filosofía es la ciencia que complica las cosas que todo el mundo sabe, y este argumento no es tan desdichado ni equívoco, siendo ésta la ciencia del desorden, la ciencia del caos, el mismo que heredaron los griegos. A fin de volver al tema principal de este párrafo, el problema de la plenitud es el deseo, siendo el deseo la necesidad de querer, de querer algo o alguien, y, claramente, la única manera de saciarlo es a través de la satisfacción. La pregunta es: ¿Qué hay después de la satisfacción? Yo diría que después de la satisfacción está la angustia, el vacio, porque no existe la plenitud absoluta, es por eso que al consumar algo, es casi de orden determinista que otra cosa es deseada, por naturaleza, y así sucesivamente; desear, satisfacer, desear y satisfacer, hasta que el mundo se termine: a esto le llamo “La dialéctica de la angustia”, siendo la angustia ese mero dolor existencial, ese camino angosto que no deja huellas ni esquirlas, y que padecemos todos (algunos más conscientes que otros) y que se termina el día que estemos mirando para arriba dentro de un cajón, o, si no se cree en la reencarnación, deambulando de forma volátil por los altos cielos de la incertidumbre.

Si bien uno se encuentra vacio, o no tanto, necesita, de alguna manera, un concomitante a sus huecos, algo que lo haga llenarse por completo, es por eso que por naturaleza desea buscar a alguien o algo que reemplace el espacio vacío de esos receptáculos, pero una vez completo, la identidad, la misma que permanecía intacta, se pierde lentamente cuando se apaña a las reglas del otro, olvidándose por completo la forma de ser, la forma de existir y la forma de vivir, permaneciendo huecamente de nuevo, con una parte completa (la que el otro llena y que antes estaba vacía) y la otra parte recientemente vacía (la que antes estaba completa y se ahueca cuando es regida por algo material). Quizá ese sea uno de los actos de cobardía más grandes, siendo el ser tan efímero y atrofiado, sintiendo por obligación expandirse en otro, reconocerse en otro y sentir que otro es el artífice de la propia existencia, de la misma Idea.

En conclusión, y sin quitar más tiempo con banalidades reflexivas que llevan a la demencia del hombre, quiero afirmar que estamos en constante dolor y angustia, que cada día que pasa no soportamos la idea de que la vida se termina, que todo tiene un fin y que cada vez está más cerca, que ya casi lo tocamos y que, una vez tocado, se apoderará de todo. Agradezco, de forma irónica, a los medios de comunicación. Sin ellos el hombre ya estaría escribiendo todas sus penurias, sus dolores de angustia y soledad; pero gracias a estos avances, el hombre se sienta plácidamente en su sillón a pensar que no hay tragedia, no hay mal, no hay opresión, no hay alienación, sólo hay alegría y naturalización en esas cosas que los medios quieren entretener, porque la razón humana se ha vuelto un engranaje, un mero tornillo de algo que gira y gira (lo llamaríamos sistema) y que poco le importamos. Al sistema poco le importa nuestra angustia o nuestros dolores, en tanto hagamos lo posible para que éste siga vigente, y así todo es mucho más fácil. La idea es esa, es comunicar, es conocernos, es reconocernos, pero evitar la otredad y las cosas materiales, porque en un santiamén, olvidarás quién eres, y la muerte hablará por ti.