Es raro y
hasta impertinente la idea de pensar la soledad por un lado personal, cayendo
en el solipsismo. ¿Qué sería de la soledad si existiese sólo una persona en el
mundo? ¿Esa sola persona, conviviendo consigo misma, sentiría el dolor de la
soledad en tanto no haya nadie? Se pensaría que la soledad se la relaciona con
el abandono, con la autoconsciencia de estar solo. La soledad es la
consecuencia de la deserción y el abandono. Alguien que siempre estuvo solo, no
puede sentir soledad, porque la soledad es la causa de estar aferrado a algo
tangible y mutable que, por cuestiones personales o naturales, se marcha así de
la nada; es por eso que la soledad es un vació interior, pero generado por una
cosa independiente de las adquisiciones personales. El ser humano por
naturaleza tiene miedo a estar solo, es por eso que se aferra a lo material,
siendo éste fuente de identificación personal, es por eso que ya no se conoce
por cómo es tal persona, sino por lo que tiene. Somos lo que tenemos, y somos
lo que nos falta, somos la construcción de materialidad que gira en torno
nuestro. De igual forma, creo yo, que aún el objeto que sigue vigente en la
identificación del Yo es el libro, siendo este bello artefacto el constructor
de personalidad, porque también somos lo que leemos.
Es hasta
imprescindible pensar que nuestra identidad depende de otro, siendo el otro lo
que nosotros somos, porque la subjetividad ha llevado a pensar a otro como lo
que nosotros somos, no como el otro verdaderamente es. Ergo, otra persona, similar
a nosotros, es otra y la misma, siendo ésta la materialidad de lo que nosotros
creemos que es, pero también siendo ésta otra diferente de nosotros. “¡Qué malo
eres Roberto!” dicen, y Roberto ahí se da cuenta que él es malo, porque por
naturaleza propia es casi imposible conocerse, en tanto no haya alguna falaz
intervención divina o alguna de esas cosas que los medievales creían certeras;
o, en todo caso, poco erróneas.
También,
sin dejar de lado la plenitud absoluta, creo que el ser humano, también por
naturaleza, desea estar totalmente completo, pedacito por pedacito, pero eso es
tonto y petulante, porque aquellos osados que se toman las molestias de
entrometerse en los lugares metafísicos y éticos, no son más que constructores
de supuestos especulativos que llevan al desorden establecido de lo real; y
quizá la tarea de la filosofía sea esa, quizá la Filosofía sea la encargada de
desordenar lo que hasta el momento se presentó como verdadera, para, así,
dudar, dudar y dudar. Benet afirmaba que la filosofía es la ciencia que
complica las cosas que todo el mundo sabe, y este argumento no es tan
desdichado ni equívoco, siendo ésta la ciencia del desorden, la ciencia del
caos, el mismo que heredaron los griegos. A fin de volver al tema principal de
este párrafo, el problema de la plenitud es el deseo, siendo el deseo la
necesidad de querer, de querer algo o alguien, y, claramente, la única manera
de saciarlo es a través de la satisfacción. La pregunta es: ¿Qué hay después de
la satisfacción? Yo diría que después de la satisfacción está la angustia, el
vacio, porque no existe la plenitud absoluta, es por eso que al consumar algo,
es casi de orden determinista que otra cosa es deseada, por naturaleza, y así
sucesivamente; desear, satisfacer, desear y satisfacer, hasta que el mundo se
termine: a esto le llamo “La dialéctica de la angustia”, siendo la angustia ese
mero dolor existencial, ese camino angosto que no deja huellas ni esquirlas, y
que padecemos todos (algunos más conscientes que otros) y que se termina el día
que estemos mirando para arriba dentro de un cajón, o, si no se cree en la
reencarnación, deambulando de forma volátil por los altos cielos de la
incertidumbre.
Si bien
uno se encuentra vacio, o no tanto, necesita, de alguna manera, un concomitante
a sus huecos, algo que lo haga llenarse por completo, es por eso que por
naturaleza desea buscar a alguien o algo que reemplace el espacio vacío de esos
receptáculos, pero una vez completo, la identidad, la misma que permanecía
intacta, se pierde lentamente cuando se apaña a las reglas del otro,
olvidándose por completo la forma de ser, la forma de existir y la forma de
vivir, permaneciendo huecamente de nuevo, con una parte completa (la que el
otro llena y que antes estaba vacía) y la otra parte recientemente vacía (la
que antes estaba completa y se ahueca cuando es regida por algo material).
Quizá ese sea uno de los actos de cobardía más grandes, siendo el ser tan
efímero y atrofiado, sintiendo por obligación expandirse en otro, reconocerse
en otro y sentir que otro es el artífice de la propia existencia, de la misma
Idea.
En conclusión, y sin quitar más tiempo con
banalidades reflexivas que llevan a la demencia del hombre, quiero afirmar que
estamos en constante dolor y angustia, que cada día que pasa no soportamos la
idea de que la vida se termina, que todo tiene un fin y que cada vez está más
cerca, que ya casi lo tocamos y que, una vez tocado, se apoderará de todo.
Agradezco, de forma irónica, a los medios de comunicación. Sin ellos el hombre
ya estaría escribiendo todas sus penurias, sus dolores de angustia y soledad;
pero gracias a estos avances, el hombre se sienta plácidamente en su sillón a
pensar que no hay tragedia, no hay mal, no hay opresión, no hay alienación,
sólo hay alegría y naturalización en esas cosas que los medios quieren
entretener, porque la razón humana se ha vuelto un engranaje, un mero tornillo
de algo que gira y gira (lo llamaríamos sistema) y que poco le importamos. Al
sistema poco le importa nuestra angustia o nuestros dolores, en tanto hagamos
lo posible para que éste siga vigente, y así todo es mucho más fácil. La idea
es esa, es comunicar, es conocernos, es reconocernos, pero evitar la otredad y
las cosas materiales, porque en un santiamén, olvidarás quién eres, y la muerte
hablará por ti.