miércoles, 28 de junio de 2017

Under the Bridge

Esa noche procuré permanecer afuera con el resto para evitar cualquier discusión. No quería escucharlo gritar, no quería que se enfadara, no quería ver sus ojos afligidos… no quería verlo.

Una línea, un trago, una carcajada, mente en blanco; la noche fluyó como agua entre los dedos.

Cuando decidimos que estábamos lo suficientemente “bien” para volver cada uno a su lugar resultaron ser alrededor de las 6am, pero siendo invierno, el sol ni se asomaba:

-¿No quieres que te alcance?- me preguntó uno de ellos. Y aunque era lo suficientemente estúpido como para juntarme con él, no lo era tanto como para entregarle mi vida y en ese estado.
-No gracias, necesito tomar aire-
-Ya. Nos vemos entonces- lo saludé con un gesto.

Miré al auto alejarse hasta que dobló por una esquina desapareciendo de mi vista.

¿Ahora qué?  Todos se habían ido. Era tarde o quizá muy temprano en la mañana, no había alma más que la mía en aquel lugar Y tampoco tenía ganas de volver.

Cerré los ojos sintiendo el viento frío de lleno en la cara, más frío de lo que probablemente estaba, y volviendo a hacer un paneo de la zona… fuese la soledad del momento o el efecto de la droga, creí que podría morir de tristeza allí mismo.

Mi ego me empujó con fuerza moviéndome de aquel lugar y con pasos pesados comencé a transitar por la noche. Miré las luces, los edificios enormes, los grandes carteles que incluso aunque nadie estuviese allí seguían alumbrando. Nadie los veía; nadie nos veía.

En la intimidad que me ofrecían las calles desoladas me permití dejar salir un poco de todo lo que acarreaba conmigo. Me permití llenarme de recuerdos, de sentimientos, dejé que la substancia los potenciara y distorsionara, dejé que mi cuerpo los exteriorizara. Entonces de pronto recordé la estruendosa risa de Ken, su humor absurdo, deseé tener su compañía en ese minuto y escuchar alguna grosería salir de él. ¿Dónde estaba el que se juraba mi camarada y mejor amigo?

Suspiré.

Cambié el rumbo hacia el parque más cercano. Compré un energizante en una de las máquinas expendedoras y con brusquedad me dejé caer sobre uno de los fríos bancos de madera…:

-No tú- rezongué moviendo la cabeza de un lado a otro queriendo desvanecerlo de mi mente.

Como si supiese que debía regañarme, el sermón que Tetsuya me dio días antes cuando se enteró que había estado consumiendo resonó como un eco en mi mente, una y otra y otra, cada vez golpeando con más fuerza mis sienes:

-¡Silencio!- dejé la lata media llena caer al suelo y llevé ambas manos a mi cabeza revolviéndome el cabello con brusquedad buscando calmarme.

Y cesó.

Todo volvió a ser ruido de fondo.

¿Qué habría ocurrido si lo hubiese escuchado con verdadero arrepentimiento…?

Que importaba. Volví a suspirar.

Reuní fuerzas, me levanté, tambaleé y volví a caer sentado; gracias al cielo ella no podía reírse de mí. ¿Cuántas personas habría visto en mi mismo estado deplorable? ¿Cuántos más seremos esta misma  noche alrededor del mundo buscando refugio en las calles desérticas de nuestra ciudad? Calles que no nos juzgarían, no nos reprocharían, no se reirían y tampoco llorarían.

Nuestra única compañía.

Era difícil creer que nadie más estaba allí.

La mañana se ponía más fría, el cielo comenzaba a aclarar:

-Necesito dormir…- balbuceé.

Me froté ambos brazos buscando algo de calor y finalmente terminé recostado acurrucándome en posición fetal.

¿Por qué sus gestos, su voz, su risa colmaban mis pensamientos incluso estando drogado? Súbitamente extrañé sus labios, sus abrazos, su cariño, la seguridad que me brindaba.

¿Qué diablos estaba haciendo? Ya no quería permanecer ahí.

Sin cuidado limpié mis ojos húmedos con mi antebrazo y me erguí con torpeza trastabillando. Me sentí mareado, todo daba vueltas y el paisaje frente a mí cada vez tenía menos forma. ¿Alucinaciones o fatiga? Quizá hasta ambas, necesitaba llegar antes de desplomarme en mitad del camino. Apresuré el paso tanto como pude, sentía que debía volver a casa como fuese, necesitaba escapar de algo que ni yo mismo sabía qué era, algo que seguramente mi subconsciente maquinaba. Y me aterraba. Tanto que antes de darme cuenta había comenzado a correr torpemente ante la mirada de las personas que poco a poco poblaban las veredas nuevamente.

Odiaba sentirme así. Odiaba estar solo.

Respiré agitado, mis labios estaban resecos y agrietados, el ritmo cardíaco era tan acelerado que sentía el corazón golpearme los tímpanos; me dolía, cada sonido por más nimio que fuese dolía. Desgarraba mis pensamientos, mi ser, mis sentimientos.

Cuando por fin llegué todo me importó tan poco que tiré y rompí las cosas a mi paso.

Lo necesitaba, mi pobre alma lo anhelaba.

A tropiezos entré al cuarto que compartíamos, y mientras me observaba perplejo desde su posición en la cama, decidí otorgarme  el último permiso de la noche para llorar.

Por él, por mí… y por la tristeza que me produjo descubrirme más solo a su lado que en la ciudad.