viernes, 10 de febrero de 2017

Carencias



No me desprecia, solo se defiende de mí. Me está resistiendo.

No me ama, ama perderme, lo supe desde el primer momento en que nos quisimos. Desde el instante en que destino todos sus esfuerzos en construir algo que después se esforzaría en perder.

Amaba más que tenerme, perderme, ése era su amor, desprenderse de mí.
Así, de esa resistencia, de esa liberación, podía justificar el hombre que todos esperaban que él fuera.

De la negación al amor, a mi sexo, a mi piel, a mi compañía, a mi ternura, de todo ese desprendimiento existencial, surgía él.

Pero para eso, necesitaba perderme y antes aún de eso, tenía que enamorarse, loco y completamente mío. De alguna manera él, tenía que darle valor a esta historia. A esta parte de mi vida.

Enamorarse, enamorarme; Dotarla de un peso digno, elevarla tanto que al caer, el golpe se sintiera en todos los rincones de su ser, que los pedazos de este amor quedaran esparcidos en su memoria como un puzzle de infinitas piezas que siempre contemplaría con un afán misterioso y optimista. Que las esquirlas de tantas y tantas noches juntos le rasparan la piel, con una angustia muda que corroe su corazón y lo mantiene tras esa línea de lo que él llama su vida.

Si no, no tendría sentido abandonarme y sentir que de esa caída, que de ese fracaso perfectamente ejecutado, nacía la necesidad de levantarse y reinventarse, que de ese pozo de amor y tinieblas, surgía el hombre después del amor, limpio y renovado.

Sin mí, él podría sumergirse en el mar de la libertad, nadar por ahí, bucear y flotar, pero siempre, siempre sintiendo en su cintura ese cordel que lo guía a la superficie, sabiendo que basta que lo tire un poco para que yo lo socorra, lo rescate, siempre desde otro lugar de su vida, nunca nadando juntos, nunca ahogándonos de pasión, nunca mirándonos angustiados bajo ese mar para salir a respirar juntos.

Ninguno de nosotros fue completamente libre ni honesto, pero él lo ignoro, evadió preguntarse cosas como estas y sentirse a la deriva.

No sabe, no entiende, que por que nos quisimos íbamos juntos a la deriva.

Por eso, me necesita ahí, extrañándolo, para darle combustible a esa máquina que es su vida sin mí.
Si lo olvido, ese hombre cae, atraído al suelo por la fuerza de gravedad, sin mí, ya no hay ley ni siquiera natural que lo sustente, todo se derrumba si yo, en mi libertad, lo dejo. Por eso volvía a llamar, por eso siempre volvía y yo lo esperaba, contribuía a mantenerlo en pie.

Y luego se va otra vez, como quien entierra un tesoro en la arena y luego pasa sus días yendo y viniendo, sabiendo que ahí estará el cofre, esperándolo, guardando en su interior el más preciado de sus tesoros.

Pero ¿y si no está? ¿A quién habrá que atravesarle el pecho con la espada? ¿Qué “x” marcará el sitio donde deba ahora regresar? ¿Servirá ese antiguo mapa? ¿O tendrá que inventarse otro?

Otra ruta, otro camino y arriesgarse a perder y quedar, como tantos otros marinos inexpertos, a la deriva, porque ya no tiene ese cordelito que tirar, ya no siente ese grillete en su cintura que lo acompañaba en su libertad… Ya no me tendrá.

Por eso me pierde y admiro su ignorancia de no saber, de no entender que por que nos queríamos íbamos juntos a la deriva.